El loro cantor.
He visto hoy en twitter un tuit de ayer, con miles de me gusta y de retuits, que tiene que ver con un loro desaparecido y reencontrado a los cuatro años. La particularidad es que en este tiempo ha aprendido idiomas y ahora habla español en vez de inglés.
Es curioso que, si buscáis en internet la noticia, esta aparece publicada en diversos medios que se copian unos a otros y que tienen, curiosamente, distintas fechas. Al parecer, los hechos ocurrieron en 2010 y fue en 2014 cuando el loro polígloto reapareció.
Pero no voy a escribir sobre ese fenómeno tan curioso –y frecuente en internet- de la publicación de una noticia hace años que, como el Guadiana, reaparece cada cierto tiempo. La noticia simplemente me ha recordado una vieja historia.
Se trata de una anécdota real sucedida a un buen amigo abogado, a quien se lo he escuchado contar, al menos, dos o tres veces y, desde luego, la relata mucho mejor que yo podré escribirla (especialmente, en una sobremesa y con copas rellenas de hielo y líquido espirituoso encima).
No obstante, voy a intentar reproducirla de la manera más fiable que mi memoria permita y lo haré en primera persona, como si fuera el mismo protagonista –a quien vamos a llamar Julio, tan de moda últimamente- quien la estuviera contando. Empezamos.
Una tarde del mes de abril, me llegó al despacho una señora con un encargo singular: quería recuperar un loro que se le había escapado y al que tenía gran cariño, entre otras cosas porque le gorjeaba canciones de Marifé de Triana y la canción de la gallina Cocoguagua. Cuando me lo contó le indiqué que no sabía cómo podía ayudarla, pues yo soy abogado y poco puedo hacer para recuperar animales perdidos.
La señora me contestó que el loro se había escapado y que su vecina de dos bloques más allá lo había cogido y se lo había quedado. ¿Y cómo puedo demostrar que ella tiene el loro?, le pregunté. Es muy fácil. Se ve desde la calle porque lo tiene en una jaula en la terraza. Bien, pero ¿cómo puedo demostrar que el loro es de vd. y no de ella? ¿Está acaso marcado? ¿tiene algún tipo de identificación? [téngase en cuenta que esto ocurrió hace más de veinte años].
La respuesta de la señora fue el inicio de lo que después ocurriría: es que el loro lleva conmigo muchos años, me conoce y si lo dejan suelto y me ve, el loro vendrá a mí cuando yo lo llame. La firmeza de sus manifestaciones me convenció de la viabilidad del asunto.
Mi primera actuación fue enviar una carta a la vecina indicando que mi cliente me encargaba la demanda para reclamar el loro. A los pocos días, recibí la llamada de un abogado, conocido y con quien tenía (y tengo) muy buena relación. Bromeamos sobre el tema e incluso me propuso que lo más fácil era comprar un loro nuevo –incluso a nuestras expensas- e intentar que mi cliente se lo quedara, porque la suya se había encariñado del “cantor”. Pero no, no era posible. Tanteé a mi cliente e insistió: el loro era suyo, la conocía y acudiría a su hombro si ella lo llamaba. O lo que es lo mismo: ¡alea iacta est!
De modo que interpuse la denuncia del correspondiente juicio de faltas y solicité la prueba testifical del loro. A los pocos días, sabía en qué Juzgado había caído. Y unos días más tarde, el procurador me dijo que el juez quería hablar conmigo. Glub!
Acudí al despacho de Su Señoría, que me conocía ampliamente y me lo encontré tomando un café y migando una magdalena. Nada más entrar en su despacho, me miró y, meneando la cabeza, me dijo: “Julio, Julio… no me toques …”.
Tuve que invertir bastante tiempo y labia para convencerle de que el loro conocía a mi cliente y que si se requería a la denunciada para que lo trajera y lo dejaran suelto en la Sala, el loro acudiría a su hombro y le “cantaría” una canción de Marifé de Triana. Al final, quizá más picado por la curiosidad que convencido por mis argumentos, accedió a ello, dio traslado a la denunciada de la denuncia y fijó fecha para el juicio.
El día del juicio la Sala estaba, como decía el dúo Sacapuntas, abarrotá de gente. Se había corrido la voz por los Juzgados y había abogados, fiscales, procuradores y algún que otro magistrado, si bien estos medio camuflados en las últimas filas. Nadie quería perderse el espectáculo, que se presentaba gratis y en directo. Así que el juicio comenzó.
Escuchamos primero la versión de la denunciante, quien con total rotundidad manifestó que su loro se le había escapado y que se había ido a posar en la terraza de la denunciada, quien se había aprovechado de la mansedumbre del animal para capturarlo y tenerlo desde entonces en una jaula en su terraza. La denunciada, como es de esperar, lo negó todo. Manifestó que el loro que ella tenía en la terraza era suyo, aunque no tenía factura por haberlo adquirido en el mercadillo de La Alfalfa y, en cuanto a las manifestaciones de la denunciante, manifestó que la conocía de la calle pero que no sabía que ella tenía otro loro similar al suyo.
Después de escuchar a ambas protagonistas de la “refriega”, se dio paso a la prueba testifical. El juez ordenó al oficial que introdujera al loro en la Sala, como testigo de cargo que era.
En la Sala se produjo un silencio expectante. La tensión se mascaba en el ambiente y cualquier cosa era posible.
El loro venía en su jaula (en la jaula de la denunciada, claro), tapado con una especie de colcha, por lo que solicité al juez que ordenara al oficial que descubriera la jaula y que abriera la puerta orientando la jaula hacia donde se encontraba mi cliente, que, muy emocionada por tener a su loro tan cera, se hallaba llorando. El juez accedió.
El oficial quitó la colcha. Abrió la puerta de la jaula y en ese momento, el loro, desconcertado con la luz al llevar un buen rato con la colcha puesta, empezó a sobrevolar por la Sala de un lado a otro. El juez empezó a gritar “Julio, Julio…”; los asistentes al juicio, se alborotaron al ver a aquel animal sobrevolando por encima de sus cabezas con malas intenciones; un fiscal, con menos pelo en la cabeza que la calavera de Hamlet, se agachaba y mirándome fijamente a los ojos me decía “hijo p…, hijo p… el loro, qué te apuestas que me pica a mí”; el abogado contrario no podía contener la risa. El espectáculo había empezado.
La única persona que mantenía la calma era mi cliente. Tras las primeras lágrimas de impresión por ver de nuevo a su loro, se había puesto en pie y acercado al estrado, y estaba llamando al loro que seguía volando de un lado a otro de la Sala. Y en ese momento, se produjo lo que habíamos estado esperando: el loro la vio, acudió raudo a su llamada y se posó en su hombro derecho.
En ese momento comprendí que estaba a punto de ganar el pleito. No pude evitarlo. Me levanté y grité, por encima de la algarabía que había en la Sala, “Señoría, la prueba, el loro, el loro se ha posado en el hombro de mi cliente, la conoce, ¡es suyo!”
Ni que decir tiene que la sentencia se dictó en muy breve plazo y fue favorable a los intereses de mi cliente.
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I google translated your post to read it in English. I thought the parrot trial is a testament to the unique and often humorous challenges lawyers can face in their careers. It's stories like these that remind us of the fascinating and unpredictable nature of the legal profession. Thank you Joaquin, for sharing this entertaining anecdote!
¡que divertido! me he reído en voz alta mientras imaginaba la escena del loro sobrevolando a la audiencia ¡ya te sigo desde ahora!