Esta semana he tenido la visita de un cliente que me ha planteado una interesante cuestión. Su punto de partida es que ahora se siente antisocial, que es por culpa de Facebook y que, por tanto, quiere reclamarle una indemnización por daños y perjuicios.
Su exposición fue, más o menos, la que paso a describir.
Cuando yo era niño, mis amigos eran reales. De carne y hueso. Con sus cosas buenas y sus cosas malas.
Procedían de dos lugares distintos. Uno era el colegio, ese lugar en el que pasábamos casi todo el día. De nueve y media a una y media. De tres y media a cinco y media. Jornada partida, que nos permitía ir a casa a comer y volver lo antes posible para jugar un rato antes de entrar en clase. Con mis amigos del colegio. Cuando terminaban las clases, otro rato de seguir jugando con ellos.
El otro origen de los amigos era “la calle”. En aquella época, bajábamos a la calle, la calle en que vivíamos o los alrededores. Y allí conocías a otros amigos, distintos de los del colegio. Mientras éstos eran “homogéneos” –de tu misma edad y de tu mismo género-, en la calle encontrabas un mundo distinto porque los había de todas las edades y de todos los géneros. Eso permitía ampliar tus conocimientos, gracias a los amigos, aprendiendo cosas buenas pero, también, cosas impropias de tu edad.
A medida que fue pasando el tiempo, los amigos iban disminuyendo en número y ya no eran sólo para jugar al fútbol o al trompo, sino que eran gente con la que compartías aficiones y, sobre todo, ratos libres al margen del colegio y de “la calle”. Era la época de los futbolines, de las primeras salidas sin la protección paterna y de las primeras cervezas.
Llegó después la adolescencia y primera juventud, y los amigos se compartían con las parejas. Ya no eran mis amigos, sino nuestros amigos. El número crecía.
Y, finalmente, llegó Facebook, que nos permitió alcanzar el sueño inimaginable de Roberto Carlos (“… yo quiero tener un millón de amigos…”) y trascender las fronteras sin tener que salir de casa.
¡Maravilloso Facebook! Nos permitió recuperar a aquellos amigos que tuvimos en nuestra infancia o adolescencia a los que hacía años que no veíamos; a quienes hicieron la “mili” con nosotros y con los que compartimos bocadillos de tortilla en las tardes de paseo; incluso a nuestros primos que viven al otro lado del Océano y a los que nunca habíamos visto más que en fotografías en blanco y negro en casa de nuestros abuelos.
Facebook convirtió la amistad en algo banal. No sólo admitimos como amigos a quienes de verdad lo son sino también a un buen número de meros conocidos que un día pasaron por nuestras vidas
Facebook convirtió la amistad en algo banal. No sólo admitimos como amigos a quienes de verdad lo son sino también a un buen número de meros conocidos que un día pasaron por nuestras vidas. Incluso, agrandando aún más su círculo, admitimos a nuestros profesores, nuestros alumnos, nuestros compañeros de trabajo en una empresa donde coincidimos y de la que ya no quedan más que nuestros recuerdos e incluso algunos que no conocemos de nada pero que ya que comparten con nosotros otros treinta amigos, por qué no incluirlos.
Lógicamente, al haber crecido nuestro número de amigos, al haber banalizado de tal modo el concepto (sagrado) de amistad y acoger bajo su manto a un sinnúmero de simples conocidos, Facebook tenía que reforzar esos inexistentes vínculos. ¿Y qué mejor que recordarnos periódicamente que le mandásemos un afectuoso saludo a ese “amigo” del que ya ni siquiera recuerdas de dónde lo conoces?
Así, todos los días de año empecé a recibir un correo electrónico recordándome quién cumplía años. A veces, me decía cuántos le caían; otras veces, la timidez del interesado (o su clara aversión a que los demás conozcan la edad) limitaba el aviso sólo al hecho, pero sin conocer el detalle.
Y yo, como buen usuario de la Red y entendiéndolo como una forma de mantener el contacto con gente con la que alguna vez había compartido alguna faceta de mi vida, me entregué a ello como si de una nueva religión se tratara: todos los días, al abrir mi correo electrónico, felicitaba el cumpleaños a los agraciados.
me entregué a ello como si de una nueva religión se tratara: todos los días, al abrir mi correo electrónico, felicitaba el cumpleaños a los agraciados.
Bien es verdad que nunca me resultó del todo cómodo y que, además, filtraba la información. Siempre había gente de la que nada sabía o recordaba, incluso a veces el feliz cumpleañero llevaba años muerto sin que sus herederos digitales hubiesen comunicado nada a la Red. Además, veía gente que no compartía nada desde mucho tiempo atrás y que sus últimas publicaciones eran las del cumpleaños del año anterior. A todos esos, los iba eliminando de mis felicitaciones.
Lógicamente, no era yo el único que reaccionaba de este modo. La gente a la que felicitaba también mostraba, de algún modo, su relación conmigo. Algunos, me contestaban a la felicitación; otros se limitaban a marcarla con un “me gusta” para saber que la habían leído pero no les hacía ninguna ilusión especial que me hubiera “acordado” de ellos; incluso, algunos no hacían ni una cosa ni otra, a pesar de que veía cómo a otros felicitadores sí les contestaban.
También empecé a recibir muchas felicitaciones el día de mi cumpleaños. Y el de mi santo. E incluso, algunos amigos, empezaron también a ser felicitados el día de su aniversario de boda.
Todo era un auténtico fenómeno social, pero algo sí quedaba claro: yo era un tío muy popular porque me acordaba del cumpleaños de todos mis amigos de Facebook.
Y todo esto, de la noche a la mañana, un día desapareció.
Dejé de recibir el correo diario recordándome los cumpleaños del día. ¡Oh, cielos, qué horror! Ya mis amigos no reciben mis felicitaciones, ya no tengo esa costumbre de felicitar –discriminando- a todos los que cumplen años, ya nadie tendrá que decidir entre contestarme amablemente, darle me gusta a mi felicitación o simplemente mostrarme su indiferencia ante mi muestra de cariño anual.
Ya no soy tan “buen amigo” on line, ya soy más antisocial y todo eso por culpa de Facebook, que debe indemnizarme por ello. ¿Cree usted, abogado, que podremos ganar este pleito?
Como todo el mundo sabe, cuando el profesional no sabe algo, la única opción que le queda es escurrir el bulto como puede. Así que le recomendé que intensificara sus contactos personales con sus amigos de siempre y que el tema lo estudiaré con detenimiento durante el verano, época más tranquila para estos asuntos de enjundia.
Espero que, mientras tanto, se olvide del asunto o bien alguien le enseñe a activar las notificaciones en Facebook.
Espero que, mientras tanto, se olvide del asunto o bien alguien le enseñe a activar las notificaciones en Facebook.