Escribo esto al hilo de ver en una red social la propaganda de una candidatura de un determinado partido político a un Ayuntamiento. Además de algunos párrafos de contenido, se incluye una fotografía de los candidatos, donde aparecen sobre el césped y con unos árboles detrás, diez hombres y tres mujeres. La fotografía presenta muchas curiosidades, además de la clara desproporción de género. Uno de ellos lleva una camiseta con un slogan curioso: “No es que haya perdido el Norte; es que el Norte me da igual”. Otro lleva un pantalón vaquero con grandes agujeros, probablemente hechos a propósito. De esos que cuando los ves por la calle te dan ganas de darle una limosna.
Pero ninguna de esas “curiosidades” motiva estas líneas. Lo que me llama la atención es que se trata de una fotografía evidentemente “no robada”, sino organizada por el fotógrafo correspondiente. Todo el mundo mira al frente y aparece, de algún modo, “formal”. Lo llamativo es que uno de los trece aparece con el móvil en la mano y, por lo que parece, está hablando por el teléfono.
¿Quién ha sido el asesor que les ha dicho que uno de ellos con el móvil en la mano (y pegado a la oreja) era correcto? ¿Pretende poner de manifiesto que en todo momento están disponibles? ¿Pretende dar, por el contrario, una imagen de sus múltiples ocupaciones y asuntos urgentes que no le permiten ni siquiera los segundos que se tarda en hacer una foto?
Es curioso.
Y me ha recordado una situación que viví hace unos años en una notaría. La operación era un traspaso de un local de negocio y comparecían el inquilino actual, el inquilino futuro y el propietario del local, cada uno de ellos acompañado de su abogado. El inquilino que iba a traspasar era un señor mayor, cuyo abogado me había comentado en las conversaciones previas que era “insufrible”, en el sentido de que le había explicado una y otra vez las circunstancias del negocio y cómo había que hacerlo.
Mientras la notaria leyó la escritura, que habíamos tenido previamente los abogados y que habíamos explicado a cada uno de nuestros clientes, el señor al que me refiero –llamémosle Pepe- la interrumpió en un par de ocasiones. Pero, por si no fuera bastante, cuando terminó de leerla, le dijo que no le quedaba claro un aspecto determinado. Su abogado le dijo que ya se lo había explicado, pero, no obstante, la notaria, con gran paciencia, empezó a explicarle de nuevo la cuestión.
En ese momento, sonó un móvil. ¿Y sabéis de quién era? Sí, suyo. Los tres profesionales que allí estábamos nos habíamos preocupado de apagar o silenciar los nuestros, pero él no. ¿Y pensáis que no lo atendió? Pues claro que lo hizo, lo descolgó y se puso a hablar con alguien de cosas intrascendentes, mientras la notaria, que le estaba explicando a él específicamente el tema que había preguntado, sonreía y nos miraba alternativamente a unos y otros.
Recuerdo que, sabiendo que su abogado no iba a decirle nada por razones obvias, fui yo quien le interrumpí su charla y le recordé que no sólo estábamos en un acto formal que no permite interrupción, sino que además la notaria estaba explicándole expresamente a él lo que había preguntado.
¿Sabéis qué me dijo? Que yo tenía muy poca educación.